Esta es la historia de una conversión. Algunos dirían que de una apostasía.
Una conversión desde la fe absoluta en la tecnociencia hasta la incertidumbre, la duda científica y el empirismo. La pandemia está acelerándolas a un ritmo sorprendente gracias a la gestión nefasta de unas autoridades y unos expertos incompetentes, incoherentes y contradictorios, que dicen basarse en “la ciencia”.
Es una epidemia, paralela a la pandemia Covid, de herejes que acuden en masa a una manera realmente ilustrada de aproximarse a uno de los mayores regalos que la humanidad se ha dado.
No quiere decir que muchos otros no se hayan encastillado aún más en su forma cerril de percibir lo que debería implicar libertad de expresión, debate abierto y consideración sin prejuicios de toda hipótesis. No, y muchos de ellos son quizá irrecuperables, pero muchos otros aún conservan la flexibilidad cognitiva para escapar de ciertas cárceles mentales. La pandemia ha acelerado esos procesos.
Es ficción, pero no del todo: recoge las experiencias personales de algún ex-acólito de la nueva religión del siglo XXI: el cientificismo y su creencia absoluta en la diosa tecnociencia.
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El protagonista de nuestra historia es un fan de la ciencia deseoso de inyectarse alguno de los tratamientos experimentales planetarios de moda a mediados de 2021, conocidos habitualmente como Vacunas COVID.
Lo que él no sabe es que, como les sucederá a tantos otros, la pandemia supondrá para él una catarsis, no sólo la común derivada de un hecho excepcional, sino una especialmente reveladora.
Tiene 45 años, carrera superior y un trabajo más o menos estable para el que está sobrecualificado. Fue un alumno notable; inteligente, aunque quizá no muy astuto. Con más capacidad para resolver problemas de ajedrez que para sobrevivir a un naufragio. Puede responder preguntas conocidas con las piezas que su formación le ha provisto, pero es menos hábil para hacerse nuevas y mejores preguntas.
Está casado y tiene un hijo de 10 años. Ella fue su primera novia. No ha tenido nunca mucho éxito con las chicas (siempre fue un poco nerd). Es, desde todos los puntos de vista, un seguidor nato, alérgico al liderazgo, pero también un hombre bondadoso y bienintencionado, aunque quizá un poco rígido.
Lo que condiciona su razonamiento y comportamiento es, sin duda, el MIEDO: el temor a los peligros de la existencia le hace refugiarse debajo de dos mantas protectoras: el grupo y la autoridad.
En el grupo encuentra el principal refugio: tiene un puñado fiel de amigos de ideas semejantes, con los que hace escapadas y juega al rol. Daría su vida por ellos y considera la lealtad como el bien más preciado, por encima incluso de la verdad. La soledad le aterra.
En la autoridad encuentra otro tipo de consuelo: la esperanza de que el mundo sea un lugar que albergue significado. La confianza en la autoridad le dice que las cosas son como deben ser, que una figura paterna colectiva vela por ellos con métodos ciertos, elevando ideales eternos a categoría de hechos concretos.
Sabe que las farmacéuticas no son angelitos, pero cree que es exagerado pensar que sólo buscan el beneficio.
Es un poco hipocondríaco y la red de seguridad que le ofrece la confianza en la medicina lo calma. Lee en la prensa seria que “hay constantes avances” en tantos campos que cree que es cuestión de tiempo curar todas las dolencias, y que quizá él o su hijo lleguen a verlas. Percibe la “evolución” y el “avance”, y sabe que eso es lo que persigue “la ciencia”.
Sigue a varios divulgadores acogidos bajo el paraguas del movimiento autodenominado “escéptico”, está suscrito a la revista Muy Interesante desde hace muchos años, ha asistido a un par de eventos de Naukas y se pone enfermo con los defensores de las “pseudociencias”, esa entidad que para él tiene límites perfectamente claros: si se estudia en la facultad de medicina es ciencia; si no, no lo es. Defiende el “método científico” y la “Medicina Basada en la Evidencia”, aunque un par de veces ha tenido dificultades para definirlas con precisión.
Le ha dado “me gusta” a algún ataque en masa en tuiter (insultos personales inclusive) contra algún personaje que, claramente, utilizaba la ingenuidad e ignorancia de los incautos para engañar y enriquecerse a su costa (aunque luego se ha sentido mal por ello).
Enric Corbera y Josep Pamies son los peores ejemplos de ese comportamiento, pero también otros igual de siniestros como el del blog Cáncer Integral. Se pone literalmente lívido de rabia al ver que se permite a semejantes estafadores perpetrar sus fechorías con los enfermos más vulnerables. Los tres son, para él, lo mismo: mismo discurso, mismas intenciones, mismos métodos, mismos resultados.
Hace años un familiar visitó a “un naturista”, tomó “una hierbas” en vez de ir al médico y murió al poco tiempo. Opina que “esa gente” debería estar en la cárcel.
Tiene sobrepeso, combinado con escasa masa muscular, e hipertensión, y siente un odio mortal por los “divulgadores magufos”. Se pone crema solar hasta para dormir porque el sol es malísimo. Se toma sus pastillas todos los días porque confía en el cáliz de su religión y las vitaminas son entidades extrañas que los magufos mencionan para joder a la gente y ganar dinero.
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Comienza nuestra historia un día cuando, al llegar a casa, le pide algo a su mujer:
- Por fin me puse la vacuna, ¡Qué alegría! Prepara la cámara que voy a cachondearme un poco de los bobos del magnetismo. Lo publico luego y nos hacemos unas risas.
- Muy bien…rodando
- ¡Pues aquí vemos, amigos, cómo la cuchara y el brazo están secos y, al ponerlo en la zona del pinchazo..!
- …coño
- …espera, que igual tengo algo que pega o restos de sudor. Repito.
- …coño
- …
- Prueba en el otro brazo
- No se pega.
- Repite en el brazo de la vacuna.
- …
- Coño
- …
- Oye, que se pega
- …
- …
- Pues sí. Se pega… Corta
Entonces se dirige en tuiter a la gente de Maldito Bulo y les comunica que, bueno, es que se le pegan objetos metálicos al brazo, en la zona donde se inyectó la vacuna, y necesita que le respondan, con argumentos científicos, por qué está sucediendo esto. Sus compañeros comentan también:
- ¡Venga, hombre!
- Que sí, que se pega…
- …
- Oye, yo sólo quiero saber por qué.
- El sudor de la zona.
- La he limpiado escrupulosamente.
- Es fácil que se pegue una cucharilla.
- Probé también con una cuchara. Y con un cucharón. Y con un cuchillo de monte. Y con un iPhone. Y casi pruebo con una palangana y una parabólica. Se pegan.
- …tío, no me jodas, no te dejes sugestionar por ignorantes.
- Mira, te digo que se pega.
- ¡Sé ESCÉPTICO, hombre!
- …
Entonces, algo se resquebraja dentro suyo: todas las percepciones intelectualizadas se transforman en algo que él está viviendo y que comprende de forma intuitiva, quizá por primera vez: ¿Y si…? No, no puede ni pensarlo… ¿Y si todos aquellos que relataban OTRAS experiencias, incluso tratamientos que probaron y decían que funcionaban, y de las que YO me reí, tuvieran alguna base? ¿Por qué estos que yo consideraba amigos, gente de mi grupo, no creen lo que digo y, peor aún, no sienten curiosidad ni albergan dudas ni hacen el intento por entenderlo?
Pasan los días, semanas incluso, y su inflamación articular, esas molestias que suelen acompañarle siempre, arrecian. Además, le cuesta respirar. Aunque está condicionado a no pensar que sea por la vacuna, la vivencia en CARNE PROPIA hace que se activen otros mecanismos cognitivos.
No sabe qué le da más miedo: que la vacuna pueda estar haciendo algún daño en su organismo o que todo aquello en lo que ha creído hasta ahora, lo que ha conformado la base de su percepción de la realidad, se revele erróneo.
Va a su médico. Le dice lo que le pasa. Al mencionar la vacuna el médico tartamudea un poco, cruza los brazos con nerviosismo y afirma: “no, no tiene nada que ver”.
- ¿Cómo puedes estar tan seguro?
- Vamos a ver ¿Vas a ser justo tú quien siembre dudas acerca de las vacunas?
- LAS vacunas no, ESTA vacuna…es que esto no es normal. A lo mejor, ESTA vacuna en concreto.
- Ja, ja, ja. No te pongas nervioso, hombre. Mira te receto este antiinflamatorio y toma un protector de estómago también.
- ¿Puedo enfermar de Covid incluso con las vacunas?
- Hombre, no, es muy difícil
- ¿Muy difícil? Pero si con una de la varicela es imposible que caiga enfermo de varicela. ¿Cómo es eso de que con éstas puede darte la enfermedad?
- Es que ésta es un poco diferente.
- ¿Quieres decir que las vacunas no son todas iguales? Entonces habrá que hacer diferencias entre ellas, ¿no?
- No, una vacuna es una vacuna y las vacunas salvan todas muchas vidas. Además, si te da la enfermedad, te da más suave.
- …he leído casos de gente hospitalizada después de la vacuna, incluso muertos.
- Oye, vamos a ponernos serios, que estás dejándote convencer por supercherías de pseudocientíficos
- …en realidad es un estudio que decía…
- Bueno, ya sabes que hay estudios para todo…
- ¿Quieres decir que sólo debo leer los que confirman lo que creemos saber?
- …oye, tú ¿Qué has comido hoy? Ja, ja, ja. Venga hombre, déjame ese tema a mí ¡Y TEN PENSAMIENTO CRÍTICO!
- …
Entonces, al llegar a casa, todavía confundido por lo que sin duda son contradicciones en el discurso del médico, comienza a visitar algunas webs que antes no hubiera tocado ni con un palo.
Tiene referencias de un tal Marcos Vázquez. Dice cosas que hace unos años sonaban “raras”, pero cada vez sale más en los medios y él tiene mucha confianza en el periodismo serio.
Así que va a su web y, con el ceño fruncido, lee algunos artículos (tiene muchos). El enfoque tiene sentido, aunque… eso de que sea ingeniero informático…
Decide aplicar tímidamente algunas de sus recomendaciones: cambia algunos hábitos, pierde parte de su miedo al sol, se ejercita por primera vez en su vida sin excesivo entusiasmo.
Y la inflamación se aminora y su estado mejora considerablemente en unas semanas.
“Tal vez sea casualidad o los antiinflamatorios”, se dice, pero se encuentra tan bien después de años de esa insidiosa y constante molestia general, que persiste. Además sube las escaleras sin cansarse por primera vez en años y se siente anímicamente mejor. Ha perdido bastante grasa y ganado algo de músculo.
Pero lo que le deja estupefacto es que su hipertensión se ha esfumado, y que su “prediabetes” también. Aun así, cuando el médico le entrega los resultados de los análisis lo hace pestañeando con un ceño que parece más preocupación que alivio.
- ¿Has hecho algo especial últimamente? –le pregunta, cogiéndose el puente de la nariz
- Sí –contesta- he cambiado algunas cosas: tomo algo más el sol, duermo mejor, hago ejercicio de fuerza y he cambiado hábitos de alimentación
- ¿En qué consisten esos cambios?
- He subido el consumo de proteína, he eliminado ultraprocesados y la mayor parte de las harinas y me alimento en función de la temporada, con lo accesible en la proximidad de mi zona. Lo que siempre se ha hecho, vamos.
- Pero vamos a ver…
- ¿Qué pasa?
- No sé por qué has eliminado harinas. Los cereales son parte imprescindible de la dieta, la base en realidad. Y las proteínas pueden dañarte el riñón. Y con las proteínas animales vienen las grasas saturadas. Y cuidadín con el sol…
- Sí, conozco eso que dices, yo mismo lo repetía, pero el caso es que he estado leyendo y…
- No me digas más: te han convencido cuatro artículos de blogs de señores que no han estudiado medicina ni nutrición.
- No es cuestión de convencer, ni de títulos, es cuestión de evidencia científica.
- Ya sabes que hay…
- ¿Estudios para todo? Sí, no sólo para lo que confirma nuestro sesgo.
- ¡Pues tienes el colesterol alto, amiguito!
- Sí, pero el ratio triglicéridos…
- A ver, para el carro. Tienes el colesterol alto, y eso es MUY peligroso. Punto. Lo siento, pero voy a tener que recetarte una estatina.
- No, verás, te traigo estos estudios que dicen que no es tan importante el valor cuantitativo del colesterol como su calidad y eso se mide…
- Bueno, en fin –dice el médico, mientras sonríe.
- ¿De qué te ríes? ¿No ves que está claro que ya no soy hipertenso y que he mejorado? No lo entiendo. Lee estos estudios que te traigo. Lee al menos. Además, ¿No ves que…?
Entonces se queda detenido a mitad de la frase, porque comprende lo que ha estaba a punto de decir y su significado: “¿No ves que A MI ME FUNCIONA?”.
El anatema de su religión acaba de caer con todo el equipo. Y en una décima de segundo entiende, con los huesos, con el estómago y con el páncreas, con todo el peso de la intuición, lo que muchos antes que él entendieron, justo aquellos a quienes él ridiculizaba habitualmente en el pasado.
Su opinión acerca del médico que permanece frente a él, ciego a las evidencias empíricas, alertándole contra algo que, no cabe ninguna duda, ESTÁ funcionando, cuando los fármacos no lo habían ayudado, acaba de ser también reconfigurada por completo: es un individuo que no hace el intento por entender su postura, basada en datos científicos que también se niega a revisar. Que permanece estático, sentado cerril en el trono de su castillo de opiniones y prejuicios.
Por un lado siente pena por haber sido igual que él, por haber condescendido con profesionales como él, pero también siente alivio, el mismo que un prisionero sentiría con toda probabilidad al escapar de una prisión asfixiante.
Lo que inicialmente le aterraba ahora construye un mundo nuevo de posibilidades, porque ha demostrado que, por sí mismo y con la información aportada por un ingeniero informático (no ha sido necesario ser ni médico ni nutricionista), ha mejorado una condición que los médicos consideraban sólo a duras penas controlable con fármacos.
Aunque respeta los beneficios que las medicinas aportan, y sabe que lo han ayudado hasta ahora, decide que va a dejar de tomar los antihipertensivos porque su situación ha cambiado. Rompe también la receta de estatina: aunque sabe que otros sí se beneficiarían con ella, A ÉL no le reportaría AHORA más que problemas.
No sólo ha dejado de tener miedo a la hipertensión, sino que ya no tiene miedo del COVID, que sabe que se ceba en obesos e hipertensos. La sensación de no tener miedo es agradable, adictiva. Ahora entiende, de verdad, más allá de banales intelectualizaciones, el significado de esa palabra repetida hasta la náusea: “empoderamiento”.
La disonancia cognitiva inicial ha dejado paso a la curiosidad: si esas autoridades en quien él confiaba estaban completamente equivocadas en esto, ¿Podrán estar equivocadas en todo lo demás? ¿En qué más se han estado equivocando? ¿Qué consecuencias tienen esas equivocaciones? Y, sobre todo, ¿POR QUÉ se equivocan? ¿Acaso no decían basarse en “ciencia”, apoyada en el infalible “método científico”? ¿Tendrá que entender de nuevo todo lo que creía entendido?
La grieta en la credibilidad de autoridades “expertas” es irreparable. Una vez iniciada sólo puede crecer hasta estallar en mil pedazos.
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Entonces se atreve a leer artículos de otras webs que proponen otras tesis: la del doctor Jack Kruse, por ejemplo. También visita e incluso a cuentas de tuiter como @mitokondriac , a quien reconoce haber despreciado por las ridiculizaciones que el grupo que conforma la cuenta @illborregos y cada uno de sus miembros le infligió en varias ocasiones, y que él consideraba justificadas.
Tras dedicar un tiempo a leer sus tuits y los artículos de Kruse, las piezas encajan, tienen coherencia y justificación. Son personas muy inteligentes que proponen hipótesis razonables y se siente mareado ante su cerrazón pasada y por haberse dejado influir por quienes sólo buscaban dañar, tumbar a personas sin duda mucho más brillantes que ellos. Empieza a sospechar que la universidad no prepara para pensar con claridad, y que incluso oscurece el juicio al llenar el cerebro de supuestos axiomas sólidos que se revelan humo.
Va visitando muchas otras webs y perfiles que antes despreciaba y que ahora, una vez abierta la caja de Pandora, muestran auténtica mentalidad científica: que considera las hipótesis como probabilidades razonables, no como leyes grabadas en piedra, que dialoga sin creerse poseedora de La Verdad y que justifica sus afirmaciones con tentativas cimentadas en datos: Cecilia Lobato, Andrés Suárez y muchos otros.
Con el tiempo incluso visita la web del tipo de Cáncer Integral, y se sorprende de la extensión de sus posts. No comulga con todo lo que dice, pero alberga dudas de que alguien que dedica tanto esfuerzo y tiempo a investigar, esté o no en lo cierto, lo haga exclusivamente para engañar a los enfermos. Tal vez sea justo que cobre un dinero por vender un libro, como hace todo quien escribe y publica.
Se atreve más tarde a leer su historia y comprende que tal vez él también hubiera seguido un proceso catártico, tal y como él ha seguido. Que como mucho tal vez sea un hombre profundamente equivocado e ignorante, pero no un estafador, como él creía. Lo que no entiende es por qué aquellos más preparados que él siguen insistiendo en que sólo cuenta chorradas pseudocientíficas. Está claro que justifica lo que dice, y es coherente con el resto de cosas que está leyendo.
Incluso se atreve a escribir acerca del por qué de la situación sanitaria mundial, y cuando lee algunos de sus artículos al respecto la coherencia continúa, y sus paralelismos entre el tratamiento del cáncer y la gestión de la pandemia Covid son razonables.
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Tras un tiempo de reflexión, luego de que su salud mejore drásticamente al ignorar los consejos de tantos a quienes veneraba y seguir los de aquellos a quienes despreciaba; tras asistir a las contradicciones de los gestores “expertos” de la pandemia; tras abochornarse por los mensajes acientíficos y contradictorios de tantos divulgadores oficiales; tras comprobar por sí mismo los datos de la pandemia y sentir horror, la conclusión es clara: el mundo no es como le habían enseñado. “La ciencia” es un asunto profundamente humano, con todo lo que eso conlleva de sesgo, suciedad y corrupción.
Descubre que las vacunas Covid tienen riesgos desconocidos a largo plazo, y sus beneficios justifican vacunar sólo a ancianos; que hay innumerables combinaciones de tratamientos baratos, eficaces y sin riesgos que habrían salvado quizá al 80% de los muertos (Ivermectina, Hidroxicloroquina+zinc, vitaminas D y C, etc), pero se ocultaron intencionadamente para no poner en peligro el permiso de usar vacunas en situación de emergencia; que la pandemia se basó en ciclos de PCR que cambian al albur de organizaciones corruptas; que aunque la enfermedad es bien real los casos han sido hinchados; que los medios han mentido sistemática y deliberadamente para ayudar a quienes invierten en ellos, los mismos que invierten en vacunas; que las redes sociales censuran para beneficiar a la industria y a costa del ciudadano; que los fact-checkers son sólo mamporreros del poder; que el miedo es un arma de destrucción y control masivo; que la democracia ha sido asesinada por un estamento político ávido de control totalitario, justificado con medidas sanitarias que son meras coartadas; que la industria ha penetrado en todos los estamentos, corrompiendo lo que toca y torciendo el brazo al ciudadano y a los sistemas públicos de salud; que la medicina es conceptual y prácticamente un brazo armado de la industria. Que Cáncer Integral tenía razón al alertar que es lo mismo que ha estado sucediendo en cáncer durante 80 años.
Eso le aterra un poco, pero también lo alivia. Le aterra porque se siente solo, acompañado solamente por personajes virtuales y sus artículos y tuits. Lo alivia porque conocer lo que sucede le permite entender mejor lo que vaya a suceder y protegerse, a él y a su familia.
Su mujer lo mira con extrañeza, pero también con ojos nuevos: es físicamente más atractivo, tiene más energía sexual y más confianza en sí mismo. Ha pasado de ser para ella una sucesión de certezas a una incertidumbre con aplomo… Y eso es sexy.
Sus amigos lo perciben diferente. Es más taciturno pero más sosegado. No saben cómo ubicarlo cuando deja caer opiniones que antes no sostenía, y lo hace con lacónica seguridad.
El mundo ha cambiado para él porque él ha cambiado. O quizá sea al revés. Como quiera que sea su horizonte se llena de una sucesión de posibilidades ilusionantes y liberadoras: ya no siente tanto miedo. Está preparado.
Muy buena la historia Alfonso y te felicito por tu trabajo!
Solo una espina me queda, mencionas a Marcos Vazquez y lo sigo también, pero el señor de la historia se hubiera vacunado siguiéndolo, una lástima hoy esté promocionando vacunarse, me huele mal su posición viniendo de alguien que investiga.
Gracias, Gabriel.
Lo cierto es que Marcos ha hecho una labor inmensa para que mucha gente mejore su salud. Ha entrado lo más posible que alguien de su perfil puede penetrar en el mainstream y eso nos beneficia a todos. Y personalmente tengo que agradecerle que me apoyara cuando nadie más lo hacía.
No creo que tenga más interés en la vacunación que la simple opinión personal, y creo que es honesto al recomendarla. No estoy de acuerdo con él en eso, como en otras cosas, pero en muchas otras cosas fundamentales sí.
Un saludo
Más claro imposible
Muy bueno el artículo que relata lo que a muchos nos ha pasado
Gracias a que hace ya mucho tiempo de eso
Gracias, Julio
Enhorabuena por el artículo!
Gracias, Elena
El artículo me ha gustado mucho… solo echo en falta una cosa, porque a estas alturas de la película (y de la investigación) me parece lógico que el dióxido de cloro hubiera aparecido en lugar preferente entre los tratamientos baratos y eficaces para tratar el COVID
Ya, bueno, sólo listé unos cuantos, podía haber añadido decenas. Supongo que se entiende que mi intención era resaltar que se han ocultado muchos.
Un saludo
Si me ha parecido interesante mencionar de manera particular el CDS en este contexto es porque, si bien el CDS existía anteriormente y era conocido (y en esto precisamente Pàmies tuvo su importante papel), la pLandemia del Covid ha supuesto el despegue del conocimiento público de esta sustancia cuyo solo nombre había llegado a ser impronunciable (a Pàmies le impuso una multa de 600.000 euros solo por intentar hablar de sus efectos positivos en infinidad de patologías).
Gracias, Sagrario, como ves no lo había borrado, sólo es que no me ha dado tiempo a darlo de paso tras comprobar que no era spam.
Un saludo
Un gran artículo, Alfonso.
Muchas gracias por la labor que estás haciendo.
Muchas gracias, Josep
Hola!
Me ha gustado el artículo, y me he sentido identificado, pues yo escribí hace poco un relato basado en mis experiencias como paciente de cáncer de colon, y tiene similitudes con tu artículo.
Si lo tienes a bien, lo pongo aquí.
Mi relato se titula: «El despertar»
—Debe tener usted un cuerpo bien fuerte —dijo el médico sentado tras la mesa de su consulta—. Le hemos dado siete ciclos, particularmente fuertes, y los ha tolerado muy bien.
Frente al él, un hombre de unos sesenta años lo miraba con ojos, y ojeras, como platos.
—¿Siente bien las yemas de los dedos? —continuó el de la bata blanca.
El hombre levantó las manos y se restregó los dedos contra las palmas.
—Sí —dijo—. Bien. Las siento bien.
El médico hizo un ligero gesto de extrañeza.
—Bien —dijo—. Le vamos a dar varios ciclos más.
Cuando el paciente, que era el último, cerró la puerta al salir, el doctor Diego Herráez se recostó sobre su sillón. Cruzó los brazos y se presionó ligeramente, con los dedos, sobre los párpados.
Cuando comenzó a prestar sus servicios como médico oncólogo en el hospital era un hombre pletórico de energía y entusiasmo. Sus ojos brillaban con la ilusión del joven que, al terminar la carrera, ve ante sí un camino lleno de logros y prestaciones a la comunidad haciendo lo que ama. Ahora, once años después, su rostro, que fue de suaves facciones, se había hecho más anguloso, y en las comisuras de los labios le habían surgido unas líneas verticales que le daban un aire sombrío.
Se apoyó con pesadez en los brazos del sillón y se levantó. Aunque el paso del tiempo había combado sus hombros hacia adelante, aún se veía un hombre alto y apuesto. Guardó el bolígrafo en el bolsillo superior de su inmaculada bata y, tras despedirse de la enfermera, salió de la consulta.
Los ascensores estaban cerca y fue hacia ellos caminando con las manos en los bolsillos y la cabeza baja. Poco después estaba cuatro pisos más arriba y fue directo hacia una habitación. Abrió la puerta con cuidado y entró. La luz era escasa en la pieza, ya que la persiana de la ventana estaba casi bajada del todo, pero en la penumbra pudo distinguir la figura de la enfermera, que dejaba a un lado una revista y se levantaba del sillón que estaba junto a la cama. El Dr. Herráez movió los labios en un saludo que apenas se atrevió a asomar por ellos, y se acercó a la cabecera del lecho. Sobre él, tendido de costado, dormía un niño. Su tez pálida, junto a la ausencia de pelo en la cabeza, hacían recordar a un muñeco de porcelana.
Nueve años atrás, Herráez y su mujer habían recibido con gran entusiasmo la noticia de que su prolongado deseo de ser padres se iba a hacer una realidad, por lo que habían comenzado a dedicar buena parte de su tiempo a preparar cosas para el futuro hijo. Llegado el momento, y cuando la mujer fue trasladada al hospital, la labor de dar a luz se complicó de tal manera que, en un principio, se temió por la vida de ambos. Al final, el bebé pudo arribar en este mundo sin mayores complicaciones, debiendo abandonarlo su madre con todas.
Los dos días que precedieron al entierro, Herráez los pasó junto a ella y, la última noche, de forma solemne, le prometió que él se encargaría de llevar a cabo los planes que, juntos, habían pensado para su hijo.
Diego Herráez lo observó según dormía. Disfrutaba verlo así, respirando con placidez y en ausencia de cualquier dolor o sufrimiento tras haber pasado por un infierno en el que había sido intervenido, en dos ocasiones, debido a un tumor en el cerebro. Giró la cabeza un poco hacia un lado, hacia la botella invertida de la que caían unas gotas de forma rítmica y silenciosa. Hizo un pequeño gesto a la enfermera y ambos fueron hacia la puerta de salida.
—¿Qué tal? —preguntó el médico en un susurro—. ¿Cuánto tiempo lleva durmiendo?
—Una hora y media o así.
—¿La ha tolerado bien hoy?
—Bueno… Ha vomitado dos veces y se ha quejado de los dedos, pero ha estado mejor que ayer.
Herráez bajó un poco la cabeza, como sopesando lo que acababa de oír.
—Bien —dijo luego—. Muchas gracias.
Intercambiaron una sonrisa y Herráez salió al pasillo.
2
En el pequeño letrero que había sobre la mesa del despacho rezaba: “Dr. Bruno Gago. Director médico”. El hombre que estaba tras él rondaría los sesenta, si bien, la profusión de arrugas que surcaban su rostro le hacían parecer mayor. La poblada barba en blanco y negro, junto al hecho de tener sólo pelo en las sienes, daba la impresión de tener la cabeza invertida.
—Bien —dijo con voz grave—. Estamos de acuerdo.
Sentado frente a él, otro hombre, vestido con traje recién estrenado y un maletín de color negro sobre las rodillas, lucía una sonrisa que le atravesaba la cara.
—Doctor Gago —dijo—; ya sabe que puede confiar en nosotros.
Bruno Gago sonrió también.
—Gracias.
En ese momento, sonaron unos golpecitos en la puerta.
—¿Se puede? —dijo el doctor Herráez asomándose.
Gago giró la cabeza hacia allí.
—¡Un momento, Diego! ¡Ya terminamos!
El hombre del traje recién estrenado se puso en pie.
—Bueno, doctor Gago —dijo extendiendo una mano—, no le entretengo más.
El médico también se puso en pie y se la estrechó.
—Siempre es un placer verle —continuó el hombre del maletín.
—Lo mismo le digo. Adiós.
—Adiós, que tenga un buen día.
El hombre se volvió hacia la puerta y, al hacerlo, su traje, de terso y nuevo, se pudo escuchar.
Herráez, que esperaba fuera, lo vio salir y se quedó unos instantes observándolo según se alejaba llenando con su amplia corpulencia casi todo el ancho del pasillo. Luego, entró en el despacho de Gago.
—¡Diego! ¡Adelante! —dijo éste a la vez que se sentaba.
Herráez se acercó a la mesa.
—Ése que salió no tenía pintas de ser el buen samaritano —dijo, y se sentó en el sillón que había ocupado.
—Ya sabes —dijo Gago—. La industria.
—La industria, ya.
Gago lo observó un par de instantes sin saber cómo interpretar lo que acababa de oír y prefirió hablar de otra cosa
—¿Qué tal todo, Diego?
—Acabo de ver a mi hijo. Parece que hoy ha estado más tranquilo.
—Le he subido los calmantes. Los vómitos y todo ese estrés no le benefician nada.
Herráez bajó la cabeza con un leve suspiro.
—Te noto cansado —observó Gago.
—Lo estoy, Bruno, lo estoy —Hizo una pequeña pausa—. ¿Le vas a poner más quimio?
—El tumor se ha reducido y creo que lo mejor es continuar con ella.
Herráez lo miró girando los ojos hacia arriba, como si le costase levantar la cabeza.
—El tumor se ha reducido —dijo—, pero su salud también, y mucho.
—Bueno, ya sabes cómo es esto.
—Lo sé, pero tú no sabes lo que es ver a tu hijo deteriorarse de esa manera.
Gago lo observó un momento en silencio.
—Creo que puedo comprenderte —dijo—, pero esto es lo que tenemos.
Herráez hizo un gesto de fastidio moviendo la cabeza a un lado.
—A menudo me pregunto si el hecho de tener algo justifica su utilización —dijo—. También tenemos matarratas y…
—¡Diego!
—Lo siento, lo siento —se disculpó Herráez levantando los brazos.
Desde hacía unos meses, Gago venía notando un cambio sutil en la conversación de su amigo, lo que le producía cierta incomodidad.
—No estoy dispuesto a escuchar esas impertinencias que no tienen ningún sentido —dijo—. Lo que hacemos es lo que nos dice la Ciencia
—Ésa que emplea millones y millones anuales y parece que siempre estamos en el mismo sitio. ¡Perdón! —Volvió a levantar los brazos.
—Eso no es así y tú lo sabes.
—Lo que yo sé es que esta enfermedad es más frecuente que nunca. Se dice que pronto una de cada tres personas la padecerá. ¿Es este el triunfo de la Ciencia?
Gago fue a decir algo, pero Herráez se adelantó.
—Cuando comencé me sentía pletórico, como una especie de héroe, pero han pasado los años y…, no sé, no me siento satisfecho con lo que hago.
Gago apretó los labios condescendiente.
—Lo que necesitas es descansar —dijo—. Es viernes.
3
El lunes siguiente, el doctor Herráez recibió la visita de un nuevo paciente. Era un hombre joven, no muy alto, pero bien parecido y con una cabellera negra como el ébano. Su forma de moverse y de hablar, así como la viveza de sus ojos, revelaban una personalidad inquieta. Hacía tres meses que le habían extirpado un tumor de un pulmón.
—Iván. Vamos a darle unos ciclos de quimioterapia —Herráez le puso un papel sobre la mesa—. Tiene que firmar este consentimiento. Si quiere lo puede traer en la próxima cita.
El paciente lo cogió y lo miró un poco por arriba.
—La quimioterapia es algo muy fuerte ¿No? —preguntó.
—Bueno, puede producirle algunos efectos secundarios como: vómitos, caída del cabello, dolor en la mandíbula, pies y manos, subida de la tensión arterial, infecciones oportunistas —Cogió unas cuantas recetas de un taco que tenía al lado—. Le daré algo para que tome en caso de que surjan.
El joven continuaba mirando el papel con aire confuso. Cogió las recetas que el médico puso ante él sobre la mesa y se quedó mirándolas también.
—Doctor —comenzó a decir—. Quería preguntarle: ¿Hay algo que pueda hacer yo?
Herráez frunció el ceño.
—¿Qué quiere decir?
—Me refiero a que —titubeó—, a que si hay algo que yo pueda hacer para… para ponerme bien.
—No. Nada —contestó Herráez, tan rápido que hasta él mismo se sorprendió—. Siga una dieta normal, haga ejercicio… Ya sabe.
Iván asintió con la cabeza.
—¿Por qué surge esta enfermedad? —preguntó de repente.
—¡Ésa es la pregunta del millón! —exclamó Herráez en tono jocoso.
—¿Y las emociones? He leído que las emociones negativas pueden contribuir.
—No —El oncólogo tampoco vaciló ahora en su respuesta—. Si acaso en pacientes esquizofrénicos, pero no. La causa parece ser genética.
4
Cuando el niño terminó la leche con galletas de la merienda, Diego Herráez retiró la bandeja con la taza vacía y la puso sobre la mesilla. Luego, se sentó al borde de la cama y lo ayudó a taparse.
—¿Estaba rica la merienda? —le preguntó con ternura.
Su hijo lo miró con ojos somnolientos, ausentes.
—No tenía hambre —dijo.
—¿Y con la comida tuviste?
El pequeño dio la impresión de estar reuniendo fuerzas para contestar.
—No, tampoco.
Hubo un silencio.
—Papá —comenzó a decir el niño con una voz que apenas salió de su boca.
—Dime, hijo —Herráez se acercó.
De nuevo, la voz pareció estar acumulándose dentro del chaval.
—Ese líquido… —dijo al fin—. Ese líquido que me meten por las venas me pone muy mal.
Herráez volvió la cabeza hacia las botellas invertidas que tenía al lado y fue siguiendo con la vista el tubo que salía de ellas hasta terminar en el escuálido brazo del pequeño.
—Eso es la medicina —dijo y, casi al mismo tiempo, comenzó a percibir una incómoda sensación de calor en las mejillas.
—Los dedos de la mano me duelen —continuó el niño— y la boca también.
—¿A ver? —Herráez llevó las manos hacia la ropa de la cama que lo cubría—. Enséñame una mano.
El chaval sacó una mano, tan pálida que, en un principio, no era fácil distinguirla sobre las sábanas.
—Ese líquido está luchando contra la enfermedad —dijo el médico a la vez que examinaba la mano entre las suyas—. Y en esa batalla se remueven muchas cosas, hijo.
“Ese líquido ¿está luchando contra la enfermedad, contra su vida o contra ambas cosas?” Pensó el médico según presionaba con sus dedos la piel casi translúcida que cubría su brazo.
—No quiero que me pongan más —dijo el niño como si hubiera hecho uso del último soplo de voz que le quedaba.
La mirada de Herráez se clavó, de nuevo, en las botellas invertidas y en el lento, pero incesante, ritmo de las gotas cayendo. Era una visión que lo había acompañado desde el primer día, y se trataba de un remedio que él mismo se había encargado siempre de administrar. Sin embargo, o quizá por ello, su actitud hacia él había ido cambiando con el transcurso del tiempo.
—El doctor Gago dice que te está haciendo bien —dijo sin embargo—, pero hablaré con él para que te ponga menos ¿Vale?
El pequeño hizo una mueca con la boca y cerró los ojos.
—Venga, hijo —Herráez lo tapó bien con la ropa de la cama—. Intenta dormir un poco.
5
Los angustiosos ojos de un matrimonio de edad avanzada escrutaban con atención al Dr. Herráez mientras consultaba una analítica de sangre.
—Tiene las defensas bajas —dijo el médico sin apartar la vista del papel—, y la tensión está bastante alta. ¿Está tomando lo que le dije?
—Sí, sí —contestó la mujer—. Lo estoy tomando.
Herráez repasó un poco más el informe y, luego, levantó la cabeza.
—¿Qué tal fue el último ciclo? —preguntó pasando la vista de uno al otro.
—Muy mal —se apresuró el hombre, quizá pensando que sería todo lo que podría decir.
—Sí, muy mal —continuó ella—. He estado muy cansada y sin ganas de hacer nada. Mire que yo siempre estoy haciendo cosas, pero ha sido imposible. Luego los vómitos. He tenido que vomitar yo creo que todos los días y…
—Yo he estado venga a decirle que tiene que salir más y hacer ejercicio, tomar el sol —continuó el hombre—, pero nada, es como si le hablara a una piedra.
Herráez los observó pensativo un par de instantes.
—Bueno, comprenda usted que uno de los efectos del tratamiento es el cansancio. Y el sol… Con eso hay que tener mucho cuidado.
—Se pasa casi todo el día en la cama.
El médico asintió con la cabeza.
—¿Se siente deprimida?
—Sí. Muy deprimida —contestó la mujer—. Sólo tengo ganas de dormir y…
—¿Deprimida? —la interrumpió su marido—. Es la primera vez que se lo oigo.
Herráez apretó los labios.
—Le voy a dar cita para salud mental —dijo y dirigió una mano hacia unos papeles.
El hombre y la mujer giraron un momento la cabeza el uno hacia el otro.
—¿Para salud mental? —preguntó él.
—Sí. Por lo que me cuenta, es posible que esté pasando por un cuadro depresivo y conviene que lo valore el especialista.
Herráez les dio el papel con la citación y otro papel para hacerse una analítica de sangre.
6
Como acostumbraba hacer todos los días a media mañana, Herráez salió de su consulta para ir a la cafetería. Al pasar por el pasillo se cruzó con una enfermera vestida con uniforme de color verde oscuro. Era de baja estatura, con un rostro ancho cruzado por unas gafas de pasta negra.
—¡Cuánta gente hay hoy! —dijo Herráez parándose.
Ella se detuvo también.
—¿Usted cree?… A mí me parece que como todos los días.
—No sé… Desde hace un tiempo vengo notando que está esto cada vez más concurrido.
Por regla general, solía haber bastantes pacientes sentados en el pasillo esperando a ser llamados a la sala de tratamientos, pero Herráez había pasado por allí un sinfín de veces sin apenas reparar en ello. Ahora, en cambio, se sorprendía a sí mismo observando, incluso, el aspecto que tenían algunas de esas personas. Se dio cuenta, y esto le produjo una ligera sensación de vértigo, de las expectativas y esperanzas que todas esas personas tenían puestas en él y sus compañeros. Recordó lo que le había preguntado ese nuevo paciente, Iván: “¿Hay algo que pueda hacer por mí?” Él se había apresurado a contestar que no pero, ¿Podía ser que sólo una ayuda externa, de supuestos expertos, pudiera ayudarlos? ¿No estarían, por ignorancia, por engaño o por ambas razones, entregando todo el poder, toda la soberanía con que fueron dotados por la Naturaleza, a otros seres humanos que sólo se diferencian de ellos en el hecho de haber superado unas pruebas ante unos tribunales?
7
Como buen amante de las caminatas, en citas previas Iván se había acercado al hospital por su propio pie pero, en esta ocasión, había preferido llamar a un taxi.
De la misma manera, al llegar junto al ascensor se metió en él sin mirar siquiera las escaleras, que eran el medio que antes elegía para subir.
—He estado leyendo acerca de esta enfermedad —dijo ya frente a Herráez.
El oncólogo estaba examinando el análisis de sangre.
—¿Leyendo?
—Sí. Dicen que tiene más que ver con la epigenética que con la genética.
En una situación similar, en la que un paciente se pone a expresar sus opiniones y puntos de vista, Herráez acostumbraba a interrumpirlo pronto y, si esto no era tan sencillo, apoyaba bien la espalda sobre el respaldo del sillón adoptando una postura erguida y distante. En esta ocasión, en cambio, se mantuvo con los codos apoyados sobre la mesa, a la vez que ojeaba el informe, e intentó escuchar lo que su paciente decía.
—Ya sabe —prosiguió Iván—. La capacidad del entorno, del medio ambiente, para influir en qué genes se expresan y cuáles no.
Herráez sonrió.
—Epigenética, ya —repitió de forma mecánica.
—También he leído sobre la importancia de mantener un pH equilibrado o algo alcalino —continuó el joven—, ya que las enfermedades parece que surgen cuando el cuerpo se acidifica.
—Hay muchas teorías. Bueno, dejemos eso por ahora —lo interrumpió, ahora sí, a la vez que dejaba el informe a un lado—. Dígame, ¿Qué tal se encuentra después del tercer ciclo?
El joven suspiró.
—Cansado. Me encuentro muy cansado.
—Sí, eso es muy común. ¿Ha notado alguna otra cosa?
—Sí, dolor en los pies, en las manos, la mandíbula…
—Bueno, todo eso entra dentro de lo normal. ¿Está tomando lo que le dije?
Iván esperó un poco antes de contestar y, luego, suspiró de nuevo.
—Sí. Lo estoy tomando.
Herráez cogió la hoja de citas del paciente.
—Bien —dijo—. Le voy a citar para el próximo ciclo.
8
—Me parece que no deberíamos hacerlo todo por el paciente —dijo Herráez a la vez que dejaba la taza de café sobre la mesa de mármol.
Como muchas mañanas, había visto a Gago sólo en la cafetería y se había sentado junto a él.
—Si ellos hacen algo —continuó Herráez—, si sienten que pueden hacer algo por sí mismos, creo que eso sólo puede ser bueno para ellos.
Las cejas de Gago se arquearon.
—¿Hacer algo por sí mismos? ¿Los pacientes oncológicos? —El énfasis que puso en su expresión hacía que, llevarle la contraria debiese ser, casi, un acto de heroicidad.
—Sí —contestó Herráez sin cortarse, pues ya hacía tiempo que había pensado en hablarle de esto y llegado a la determinación de defender, esta vez sí, su propia postura cuando llegara el momento—. Independientemente del trastorno o enfermedad, que la persona sienta que tiene algo de control, que puede hacer algo, lo beneficiará, psicológicamente al menos.
—Lo que beneficia psicológicamente al paciente es saberse atendido por profesionales que basan sus actuaciones en la Ciencia.
Gago hizo una pausa, como esperando que su interlocutor captase bien la importancia de lo que acababa de decir.
—El paciente —continuó—, puede hacer algo si tiene obesidad, el colesterol alto o, incluso, una diabetes, pero no puede hacer nada frente a una mutación genética…
—La mutación genética puede tener una causa fisiológica, como apuntaron Otto Warbug y otr…
—¡Otto Warbug…! —exclamó Gago en un tono adornado de desprecio—. Hacía siglos que no oía ese nombre. ¡Pero si Otto Warbug desapareció con los dinosaurios, hombre!
Hizo otra pequeña pausa para medir el impacto de esas palabras en su amigo.
—Mira, Diego —continuó—; estamos en el siglo XXI. No podemos mirar atrás. Si hacemos lo que hacemos es porque la Ciencia dice que, ahora, no hay nada más.
Hacía tiempo que Herráez había pensado en contar el número de veces que Bruno Gago mencionaba a la Ciencia cada vez que hablaban. Siempre le había parecido que echaba mano de ella con demasiada facilidad, como si al hablar en su nombre evadiera el esfuerzo y la responsabilidad que suponía dar respuestas más personales y elaboradas.
9
Diego Herráez siempre había pensado en la importancia de existir una estructura de normas que facilitara la convivencia en sociedad, y el hecho de observarlas llenaba dentro de él la necesidad que sentía de pertenecer a un grupo, el legal.
Ahora, tras el volante de su coche, acababa de saltarse un semáforo en rojo y el cuentakilómetros del salpicadero mostraba una velocidad superior a la permitida, claro que eran las cuatro de la mañana pero, aún así, no dejaba de ser algo inusual en él.
Quince minutos antes, una llamada de Bruno Gago lo había arrancado de la cama. Su hijo había sido trasladado a la unidad de vigilancia intensiva debido a una infección.
Herráez sabía que esto podía pasar, que había pasado muchas veces. Era, según le habían enseñado, un riego que era preciso asumir.
Un poco más tarde, llegaba a la habitación que su amigo le había indicado. Sentados junto a la cama del niño estaban Bruno Gago y una enfermera quienes, al verlo entrar, se pusieron en pie.
—¿Qué tal está? —preguntó Herráez yendo, raudo, hacia la cama del niño.
Lo primero que solía hacer al entrar en la habitación donde se hallaba su hijo era darle un beso pero, ahora, vio con dolor que el panorama era muy diferente y que no podría satisfacer su deseo, ya que el pequeño tenía puesta una máscara de oxígeno que le tapaba casi toda la cara y varios cables salían de su pecho y parte superior de la cabeza.
—Hace un rato tenía 41 de fiebre y su ritmo cardíaco era de 130 —La grave voz de Gago lo pareció aún más—. Se ha estabilizado algo.
—¿Le has puesto antibióticos?
—Sí, claro.
Herráez bajó la cabeza y se llevó una mano a la frente.
—Quimioterapia, antipiréticos, ansiolíticos, antibióticos… ¡No necesita comer ni beber con todo eso!
—¡Coño, Diego! —lo amonestó Gago—. ¿Y qué quieres que haga?
—Lo siento —Herráez se llevo, de nuevo, una mano a la frente.
Gago metió una mano en el bolsillo.
—Tiene una infección por neumococo —dijo gesticulando con la otra—. ¿Qué esperabas que le diera?
Se acercó a su compañero poniéndole la mano que gesticulaba sobre un brazo.
—Cálmate, Diego —Su voz sonó mucho más afable—. Vamos ahí fuera un momento.
Los dos hombres se dieron la vuelta.
—Ahora venimos —dijo Gago volviéndose un poco hacia la enfermera.
Salieron de la habitación y cerraron la puerta tras ellos.
—Creo que sé cómo te sientes —comenzó a decir Gago—, pero tienes que conservar la calma.
Herráez permanecía con la cabeza baja y oyó un sonoro suspiro de su compañero al lado.
—Creo… creo que no hace falta que te diga mucho —dijo Gago nervioso.
—El sistema inmune —dijo Herráez mirando al suelo, como hablando consigo mismo.
—¿Qué?
—No se puede suprimir el sistema inmune —continuó Herráez—, y eso es lo que hace la quimioterapia.
—La quimioterapia ha reducido mucho el tumor.
Herráez levantó la cabeza mirándolo directamente a los ojos.
—Mi hijo es algo más que un tumor —le espetó—. Cualquier persona es más que un tumor.
El otro fue a decir algo, pero Herráez se anticipó.
—Estoy convencido de que es un error tratar a estos enfermos como si no fueran más que un tumor. Son un sistema orgánico, una mente, unas emociones…
—Ya, pero…
—¿De qué sirve reducir o eliminar un tumor si la persona fallece? ¿Es eso un éxito?
Gago pareció pensar su respuesta.
—Es lo que tenemos —dijo, sin embargo—. Es la Ciencia.
10
Cuando Iván se sentó, una vez más, en la silla frente a Herráez, estaba más pálido, algo que se veía acentuado por el color oscuro del gorro que ahora cubría su cabeza.
Herráez, también más pálido y con ojeras que anunciaban falta de descanso, tras mirar la analítica de sangre y hacer los formalismos acostumbrados, se puso a escribir la fecha para el próximo tratamiento.
—Sigo leyendo cosas sobre esta enfermedad —dijo el joven con voz apagada.
—¿Qué está leyendo?
—Cosas como que solemos consumir demasiado azúcar, y que el azúcar es el mejor alimento para las células cancerosas.
El médico levantó la cabeza y le puso la hoja de citaciones ante él sobre la mesa.
—Todo lo que comemos se vuelve glucosa —dijo.
Hubo un pequeño silencio.
—También he leído que la quimioterapia es cancerígena —continuó el joven—. Si es así ¿Por qué se utiliza para tratar el cáncer?
No pocas veces, Herráez se había preguntado esto mismo sin hallar una respuesta que lo satisficiera. Dar este tratamiento a sus pacientes es lo que le habían enseñado en sus largos años de estudio y lo que había estado aplicando hasta ahora. Sin embargo, lo que en un principio había sido para él un valioso arma para luchar contra uno de los mayores enemigos del hombre, con el paso del tiempo se había ido tornando en su interior como algo ambiguo y confuso sobre lo que no cabía sino mantener una actitud muy crítica. Actitud que lo fue alejando de la romántica idea de percibirse a sí mismo como un benefactor para convertirse en la más prosaica de ser un simple y humilde dispensador de quimioterapia.
—Es lo que tenemos —Fue su respuesta, y hubiera rematado con: “Es la Ciencia”, como solía hacer, pero cada vez recurría menos a este añadido, sobre todo por estar harto de oírlo tan a menudo en boca de Bruno Gago.
Iván bajó la cabeza, y no pudo ver cómo dos tenues franjas de color carmesí asomaban en las mejillas del médico.
—¿Qué libros son ésos que lee? —preguntó Herráez y, al mismo tiempo, se dio cuenta de que era la primera vez que mostraba interés por algo que hacía uno de sus pacientes—. ¿Me puede dar algún título?
—¡Claro que sí!
Herráez le pasó un pequeño papel y, el joven, con mano temblorosa, escribió el título de dos libros.
—Gracias —dijo el médico cogiendo el papel.
El joven lo observó según lo leía.
—Creo que quiero dejar la quimioterapia —dijo de repente.
Herráez levantó la vista algo sorprendido.
—No debería dejarla así, a medias —dijo—. Es un proceso, un proceso que no ha terminado…
—Sí, lo sé, pero… Algo me dice que es mejor que la deje.
—Bueno, pero ya sabe a lo que se expone. La enfermedad se puede extender a otros lugares —Herráez observó, como había pasado en alguna otra ocasión en la que se le había presentado un caso parecido, que las palabras parecían surgir de sus labios solas, sin su participación.
Iván se restregó las manos, nervioso, y movió la cabeza de un lado a otro.
—¿Qué haría usted si se tratara de un hijo suyo? —preguntó.
El rostro del médico adquirió la apariencia de un trozo de granito.
—Mi hijo está ingresado en este hospital —dijo—. Tiene un tumor cerebral.
—Ah, lo siento —El joven inclinó la cabeza, afectado.
—Le hemos estado administrando quimioterapia.
—¿Y qué… qué tal está?
Al oír esto, esa especie de escisión que de forma vaga parecía dividirlo en dos, se le reveló a Herráez, por un momento, con la solidez de un puñetazo.
—Bueno, le está pasando lo mismo que a usted y a tantos otros —dijo a la vez que bajaba la vista—. Los efectos secundarios. Éste es el mayor inconveniente, pero el protocolo considera que pesan más los beneficios que los riesgos.
Hubo un silencio.
—Bueno, Iván, usted verá —La voz del médico sonó ahora menos persuasiva.
El joven se quedó pensativo un par de instantes.
—Sí, sí. Quiero dejarla.
Herráez, decidido a no intervenir más, lo examinó en silencio
—Está bien —dijo luego, a la vez que estiraba un brazo hacia un lado—. En ese caso, tiene que firmar el documento de renuncia. Aquí tiene; lo puede firmar ahora o me lo trae en otro momento.
11
Todos los días, nada más terminar la consulta, lo primero que Herráez hacía era ir a ver a su hijo. Le gustaba entrar en la habitación y verla lo menos concurrida posible para poder estar a solas con él o que sólo hubiera una enfermera acompañándolo. Antes, Gago solía acercarse por allí a menudo, pero Herráez creía que vivía estas situaciones con demasiado oficio, como considerándolas resultado de una evolución normal, una rutina, por lo que intentaba no encontrarse con él. Por su parte, Gago, desde que se dio cuenta de la actitud que había tomado su amigo, se comportaba de igual manera.
El chaval continuaba conectado a un sinfín de aparatos y, al estar sedado, era raro verlo despierto.
A menudo, Herráez le decía a la enfermera que deseaba estar a solas con su hijo y, entonces, acercaba la silla a la cama, se sentaba y, tomando entre las suyas la mano del pequeño, se quedaba con la vista perdida en el suelo durante largo rato.
Un día, cuando venía de ver a su hijo, Herráez entró en la sala de tratamientos para hablar con los enfermeros. Allí, con la cabeza pelada y sudorosa, vio a Iván, el paciente que para sus adentros llamaba “el especial”. Estaba sentado en un asiento de forma alargada con un brazo estirado hacia un lado y conectado a un fino tubo de plástico. Unos días antes, se había presentado en la consulta de Herráez con el papel de renuncia al tratamiento sin firmar.
“No me atrevo” Había dicho con mirada huidiza y pesar en la voz.
Herráez recordaba sus propias palabras la última vez que el joven estuvo en la consulta y, hasta cierto punto, había temido que retornara a él disuadido de transitar por el sendero que su intuición le había abierto pues, en el fondo de su corazón, le hubiera gustado dar alas a su paciente “especial” para que hiciese lo que deseaba. Sin embargo, estaba comenzando a atisbar que sus decisiones y su proceder no dependían tanto de su libre albedrío sino que, más bien, parecían tener su origen en una especie de patrón forjado a lo largo del tiempo con acciones repetidas, mecánicas.
Durante las dos semanas que pasaron desde que lo vio en la sala de tratamientos, y por primera vez en lo que llevaba de ejercicio, diversas imágenes del joven habían aflorado en su cabeza. Eran una especie de instantáneas que recogían distintos momentos del proceso de tratamiento que había llevado. Aparecían como una secuencia cronológica que, al terminar, al pasar la última, tenía el efecto de desencadenarle un gran desasosiego, sentimiento que había ido en aumento hasta que llegó el día en que el joven tenía nueva cita.
—Hay alguien que no ha venido —dijo Herráez a la vez que el último paciente salía por la puerta de la consulta.
Sentada a su lado, la enfermera, una mujer entrada en años, y en carnes, levantó la cabeza de lo que estaba haciendo.
—¿Quién no ha venido?
—Iván Aguado.
La asistente hizo un gesto de extrañeza, pues era ella la encargada de supervisar la lista de pacientes, y consultó la agenda del día.
—Sí —dijo—. Iván Aguado no ha venido.
—Haga el favor de contactar con él, y llámeme al móvil tan pronto sepa algo.
—Está bien, doctor.
Herráez se levantó de su sillón y salió al pasillo.
Tras pasar un cuarto de hora junto a su hijo, Diego Herráez se dirigió a la cafetería. Apenas tenía apetito y pidió una comida ligera. Tan sólo había dado un par de bocados, cuando su móvil sonó.
—¿Sí?
—¿Doctor Herráez?
—Sí —Reconoció enseguida la voz de su enfermera—. Dígame, Marta.
—Hola, doctor. Acabo de hablar con la madre de Iván Aguado, el paciente que no acudió hoy a su cita —hizo una pequeña pausa—. Me dijo que… que su hijo había muerto hace unos días.
Herráez notó cómo un caldero de agua gélida le caía sobre la cabeza y resbalaba por todo su cuerpo.
—Siento haber tenido que darle esta noticia —continuó la asistenta.
—No —dijo Herráez cuando pudo reaccionar—. No se preocupe. Gracias.
—No hay de qué. A su disposición.
Herráez dejó el móvil sobre la mesa y se quedó mirando el plato que tenía delante, como si estuviera comprobando que la pechuga de pollo y las patatas fritas estaban bien hechos, aunque lo cierto era que, si había comenzado a comer sin apetito, ahora ni siquiera veía lo que tenía delante.
Toda la ansiedad que había hecho presa en él durante los últimos días se había esfumado, pero dejó un vacío tan grande que Herráez sintió que con ella se había ido, también, toda su energía.
12
Cuando, avanzada la tarde, llegó a su casa, cogió una lata de cerveza del refrigerador y se desplomó en el sofá del salón con la mirada perdida en el suelo. Al rato, entre las líneas rectas que formaban las baldosas, como en un papel fotográfico en la cubeta de revelado, se fue perfilando una imagen. Era la última que había hecho acto de presencia en la secuencia que se venía repitiendo en la pantalla de su mente. La última y la que la cerraba: La del joven Iván inmóvil en su ataúd.
¿Cuántas veces con anterioridad había sido testigo ciego, indiferente, de este proceso? ¿Por qué ahora se le revelaba con tal precisión y nitidez? Poco a poco, de las profundidades no iluminadas de su mente fue emergiendo lo que parecía ser una respuesta y, al mismo tiempo, su rostro se fue tornando pálido, sombrío, y tuvo la impresión de que el sillón en el que estaba lo estrechaba entre sus poderosos brazos hasta casi asfixiarlo, que se quedaría así el resto de su vida, ya que nada valdría tanto la pena como para decidirlo a levantarse.
Había seguido con fidelidad las directrices de sus mentores y había consagrado su vida a luchar contra esta enfermedad pero, ahora, sin embargo, una parte de sí mismo, que parecía ir creciendo sin parar, le estaba mostrando con claridad que algo no funcionaba bien, que nunca lo había hecho… ¿Por qué no había reparado en todo esto con anterioridad?
Los ojos de Herráez se entreabrieron un poco comenzando a enviar luz a su cerebro, pero estaba demasiado confuso, como siempre le pasaba cuando se dormía a horas extrañas, y no pudo dar ningún sentido a lo que veía. A pesar de ello, como brotes tiernos que hubieran germinado al calor de sus horas de sueño, de sus labios surgieron dos palabras.
—Hijo mío.
Giró despacio la cabeza de un lado a otro y, aunque tardó, terminó reconociendo el salón de su casa y la butaca sobre la que estaba. Luego, se fue dando cuenta de que había llegado a casa y se había sentado con una cerveza en la mano, pero no recordaba que se había entregado a los dulces brazos del sueño repitiendo para sus adentros, sin cesar, como si fuera una especie de mantra hindú: “¿Por qué no había reparado en todo esto con anterioridad?”
—Hijo mío —musitó otra vez, casi sin despegar los labios.
Con un movimiento rápido de la cabeza, echó un vistazo a su reloj. Aún faltaban casi tres horas para que comenzase su jornada de trabajo, pero se levantó y fue hacia la puerta.
Las luces blancas de las farolas y las multicolor de los semáforos esparcían su mezcla lumínica pintando con tonos irreales la calzada y el coche que la cruzaba. Tras el volante Herráez, también esta vez, conducía a mayor velocidad de la permitida aunque, sin ser consciente de ello, cada vez se fijaba menos en lo que marcaba el cuentakilómetros.
Pocos minutos más tarde, entró en la habitación de su hijo y, como tenía costumbre, le dio un beso allí donde pudo, acercó la silla a la cama y le cogió la mano. La enfermera que lo había estado acompañando, esta vez sin que le dijera nada, salió al pasillo.
El dedo pulgar del médico, casi sin que su dueño se lo ordenara, fue hacia la muñeca del pequeño intentando encontrar su pulso cardíaco y, tras indagar por lo que parecían interminables capas de piel, pudo percibir el débil y perezoso ritmo. Durante unos segundos, Herráez se mantuvo muy atento, sin mover un solo músculo, luego, dejó la mano del niño sobre la cama y su propio cuerpo fue curvándose hacia adelante, como no queriendo ver el futuro o no creyese en su existencia.
Él, el médico que en su interior albergaba la intención de hacer un bien a la Humanidad, era incapaz de salvar la vida de su propio hijo, de cumplir la promesa que, de forma solemne, había hecho ante el cuerpo sin vida de su madre. Él, el doctor Diego Herráez, no era sino un trozo de materia, un cuerpo impotente que, rendido hacia adelante, parecía ser la perfecta imagen de la derrota por aquel enemigo que siempre tuvo la esperanza de vencer. Él, que…
En ese momento, le pareció oír algo, aunque no sabía si había sido dentro de su cabeza o fuera de ella. Prestó atención a su alrededor, pero sólo pudo oír un ligero sonido metálico que se repetía sin cesar, y se desentendió de nuevo.
—Papá.
Ahora oyó la voz con mayor claridad. Se irguió y se acercó.
—Dime, hijo.
El pequeño estaba bocarriba, con los ojos cerrados y los labios pegados.
—Estoy aquí, hijo, dime —repitió con toda su atención puesta en esos labios secos, pegados, como implorando que se separaran y dijeran algo.
Alguien debió escucharlo.
—Papá —dijo el niño—. ¿Me voy a morir?
El médico notó que el alma se le escapaba del cuerpo.
—No, hijo mío. No te vas a morir. Duérmete —Como la voz comenzó a quebrársele, se inclinó hacia adelante para disimularlo, y unas finas gotas saladas, de forma apresurada, comenzaron a resbalar por sus mejillas.
13
Aún no se veía ninguna claridad al otro lado de las ventanas, cuando Herráez cruzó el ancho y solitario pasillo del hospital. Tenía la sensación de que, en realidad, no iba a ninguna parte, que levantar cada pie y colocarlo un poco más adelante ni merecía la pena ni tenía sentido. Mirando al suelo con semblante serio, notó que la ligera tibieza que le había producido el contacto con la mano de su hijo había desaparecido, algo que, sin poder evitarlo, le evocó el fatal desenlace.
Llegó junto a la puerta de su consulta y se metió dentro.
Al ver la mesa y el sillón junto a los que había pasado buena parte de su vida, esa sensación de inutilidad que lo había embargado poco antes se hizo aún más grande. Al otro lado de la mesa estaban las dos sillas para los pacientes y, sin pretenderlo, por su mente comenzaron a desfilar imágenes de rostros desdibujados, de cuerpos que se sentaban y se levantaban sin parar, de nombres, de palabras, de emociones… En algún momento, esos rostros adquirían un perfil más nítido, lo que permitía ver sus gestos unas veces angustiados, otras tristes, otras anhelantes y esperanzados pero, él, ahora se daba cuenta, sentado frente a ellos y fiel a lo que le habían enseñado y a su cargo, no había hecho sino mover los brazos de un lado a otro de la mesa como una marioneta incapaz de hacer una parada que pudiera dar origen a un movimiento o pensamiento distinto, original.
Estaba muy confuso y se dejó caer en el sillón. Apoyó los codos sobre la mesa y, colocando la cabeza entre las manos, intentó enfocar su mente en el intento de recordar el motivo que lo había llevado hasta allí. Una tupida red tejida de dolorosas sensaciones parecía haber taponado su pasado más reciente, pero una débil voz logró asomar por un rincón y fue haciéndose cada vez más patente en su cabeza. Esa voz lo había llamado y él había acudido, pero sólo para estar allí, como un patético muñeco desprovisto de pies y manos al que no le resta sino presenciar cómo la llama de la vida de quien más ama se va consumiendo, apagando, sin cesar. Se había dejado caer hacia adelante, retorcido de dolor y, ante la imperiosa necesidad de mitigarlo, había escudriñado hasta el último recoveco de su memoria en busca de cualquier posibilidad, por remota que fuera, de hacer algo por su hijo y por él mismo. Había sido entonces cuando, en medio de esa maraña, la imagen de un papel había ido tomando forma. Un pequeño papel con el título de unos libros. Varias veces había hecho amagos de levantarse para ir a su consulta en busca de la nota, pero la imagen del joven cuando se presentó ante él diciendo que no se atrevía a dejar el tratamiento parecía agarrarlo por detrás y atraerlo inexorablemente sobre su asiento cada vez. Con todo, era tan grande su deseo de hacer algo, de romper por algún lado ese sentimiento de impotencia que lo consumía, que terminó por establecer un pacto con el joven desaparecido. Como en una especie de rezo, algo similar a lo que había hecho ante el cadáver de su esposa, se dirigió a él prometiéndole que, si se permitía ponerse en pie para ir a buscar la nota, renunciaría a su cargo en el hospital. Fue entonces cuando, al intentar levantarse una vez más, percibió que su cuerpo se había hecho mucho más liviano y pudo, al fin, abandonar la silla.
Herráez liberó la cabeza de esas manos suyas que parecían estar exprimiéndola, dejó caer los brazos hacia adelante sobre la mesa de su consulta y miró alrededor. Se levantó con dificultad y fue hacia un archivador que se encontraba tras él. Abrió uno de los cajones, que estaba lleno de sobres apilados, e indagó entre ellos. Abrió otro cajón, buscó entre las cosas que contenía, y vio un pequeño papel doblado en dos. En él, escritos con letra irregular, temblorosa, vio los dos títulos anotados por Iván.
Comenzaban a oírse algunos ruidos y voces por el pasillo y, al otro lado de la ventana, el cielo comenzaba a clarear.
14
Esa misma tarde, Herráez se acercó a la biblioteca, pero como allí no constaban esos libros, los pidió por Internet. Ambos libros habían sido editados en Estados Unidos y escritos en inglés, algo esto último que le sirvió para refrescar su conocimiento del idioma.
Se sumergió tanto en los dos volúmenes que en unas pocas tardes ya los había leído y releído. Al mismo tiempo, comenzó a ampliar esa información a través de lecturas y foros de la web.
En un primer momento, aunque muchas cosas de las que leía resonaban bien dentro de él, la mayor parte de ellas le producía rechazo. Poco a poco, sin embargo, y haciendo un esfuerzo deliberado por relajar las rígidas tenazas que lo mantenían sujeto a sus conocimientos previos, las partes no asimiladas en un principio fueron conquistando terreno en su entendimiento pero, sobre todo, en su corazón. Entonces, cuando creyó reunir los conocimientos suficientes, y empujado por el hecho de que no quedaba otra opción, se convenció de que había llegado el momento de aplicarlo a su hijo.
15
—Lo siento, Diego pero, como director de la Unidad de oncología médica de este hospital, no puedo permitir que te saltes el protocolo para aplicar ciertas cosas a uno de sus pacientes.
Herráez, nada más terminar en la consulta, se había presentado en la oficina de Gago. Sabía cómo iba a reaccionar al conocer sus planes, pero abrigaba una pequeña esperanza de poder esquivar su inflexibilidad.
—No hay nada que perder —le respondió sentado frente a él—. Bien sabes que no hay otra opción.
—¿Opción? ¿Llamas a eso una opción? —Gago se puso en pie y apoyó los nudillos de las manos sobre la mesa—. ¿Desde cuándo una pseudociencia es una opción?
—Hay muchas cosas ahí fuera que no tenemos en cuenta para nada. Piensa en la medicina tradicional china, por ejemplo. Tiene miles de años de historia, al contrario de la nuestra.
Gago se irguió metiendo una mano en el bolsillo del pantalón, gesto que Herráez conocía bien, ya que solía anunciar su postura más hermética.
—Mi historia, mi credo, es la Ciencia —dijo—. Si no hay Ciencia ¿Qué es lo que hay?
—Hay evidencias, estudios alternativos, testimonios…
—¡Pseudociencia y charlatanería! —exclamó—. No me querrás decir que crees en todo eso.
—No hay nada que perder.
—¡Hay mucho que perder! —esgrimió Gago inclinándose hacia adelante y apoyando, de nuevo, las manos sobre la mesa—. Por encima de mí, de ti, de todos nosotros, hay mucha gente, hay unas reglas, y nuestra labor es obedecerlas. ¿Qué pasaría si llega hasta sus oídos que en mi Unidad estamos tratando a un paciente con charlatanerías pseudo científicas?
—Se trata de mi hijo, Bruno.
Gago suspiró llevándose una mano a la frente.
—Por favor, Diego, no me lo pongas más difícil —dijo bajando el tono de voz, como haciendo un esfuerzo por mantener la calma—. No podemos correr ese riesgo. Lo siento, pero no insistas.
Herráez clavó sus ojos en los de él durante unos instantes y, luego, con calma y sin apartarlos, se puso en pie.
—Me llevo a mi hijo —le espetó.
—Pero…
—Me llevo a mi hijo —repitió Herráez con firmeza y se dio la vuelta.
Gago lo observó según se alejaba hacia la puerta.
—¡Ya sabes lo que le puede pasar si le das eso! —exclamó a sus espaldas, pero Herráez continuó hacia la salida como si no hubiera oído nada, o quizá nada había oído en realidad.
—¡Además —prosiguió el otro amenazante—; si lo haces puedes perder tu puesto o la licencia!
Esta vez, Herráez se paró, se dio la vuelta y lo repasó de arriba abajo con la mirada.
—No te molestes —dijo—. Ya he renunciado al cargo.
Sorprendido y sin saber qué decir, Gago sólo pudo observarlo según se alejaba y se perdía al otro lado de la puerta.
16
Cuando, dos días después, una ambulancia llegó con el niño a su casa, Herráez ya había contratado a una enfermera para que lo ayudara, y ya había recibido del extranjero los elementos que componían parte del tratamiento, que consistía en suplementos, hierbas y alimentos poco comunes. La otra parte estaba basada en una alimentación sana y regeneradora que ayudara a mejorar su sistema inmunitario y a fortalecer todo su cuerpo en general.
El niño, en su cama, continuaba conectado a varios tubos, y una máscara de oxígeno le tapaba media cara. Herráez intentó aprovechar esos tubos como vía por donde introducir en la sangre del niño alguna de las sustancias y, cuando esto no era posible, la enfermera y él mismo, con mucha paciencia, se lo administraban por la boca e, incluso, en forma de supositorio.
Se alegraba mucho de haber tomado la decisión de traer a su hijo a casa. Así era más fácil estar junto a él, acariciarlo, besarlo, hablarle… También le ponía, durante buena parte del día y como música de fondo, las canciones que sabía le gustaban.
Aparte de las labores del tratamiento y cuidados del niño, una generosa porción del tiempo de cada día lo ocupaba ampliando información acerca de esos medios menos convencionales de afrontar la salud y la enfermedad, ya fuera sentado frente al ordenador o leyendo voluminosos libros. Se sentía muy identificado con algunas ideas y conceptos que apenas habían formado parte del programa de estudios de la carrera, si es que habían formado parte en absoluto. Una de las que más le gustaba era la de fortalecer la salud en lugar de combatir la enfermedad como hace la medicina convencional. Otra, relacionada con la anterior, había sido enunciada por Hipócrates, el considerado padre de la Medicina Moderna, hace 2500 años: “Que tu alimento sea tu medicina, y que tu medicina sea tu alimento”. Ahora que había adoptado esta actitud más crítica, se hacía muchas preguntas acerca de las cosas antes de abrirles las puertas en su conocimiento como algo lógico, plausible o válido. “¿Cómo podía ser que durante toda la carrera de medicina apenas se toque el tema de la alimentación teniendo en cuenta lo que dijo el padre de esta disciplina?” Se preguntaba y, al hacerlo, estaba convencido de que este proceder sólo podía acercarle más a la verdad, que era mucho más científico que la obediencia ciega a unas normas y protocolos inamovibles aprendidos en los años de Universidad. Sí, tenía la sensación de hallarse en el buen camino, de que todo este descubrimiento reciente era lo que, desde un principio, hubiera deseado aprender y a lo que le hubiera gustado dedicar su atención, su dedicación y su vida.
17
Unos meses después, una tarde bañada en los ocres y grises de noviembre, un hombre de mediana edad y poblada barba en blanco y negro, ataviado con un abrigo oscuro y una gorra del mismo color cubriendo su cabeza, paseaba por un parque poco transitado. Buscando la paz que no encontraba en su quehacer diario, a Bruno Gago le gustaba, de vez en cuando, hacerlo. Según caminaba, le pareció reconocer a alguien sentado en un banco al otro lado del paseo, a unos quince metros a su derecha. Continuó su lento caminar pero volviendo, cada poco, la cabeza hacia allí y vio que era un hombre. Unos pasos más adelante, se dio cuenta de que era Diego Herráez y se paró. Herráez, sentado en el banco, miraba al suelo con aire pensativo. En ese momento, levantó la cabeza y no tardó en cerciorarse de la presencia de alguien observándolo un trecho ante él. Reconoció al hombre que había sido no sólo su compañero, sino también su amigo, y los dos se quedaron mirandose unos instantes. Entonces, Gago levantó un poco los hombros e hizo un expresivo gesto ladeando la cabeza. Luego, reanudó su paseo.
—¡Papá! —El grito provino del lado derecho de Gago, quien giró la cabeza hacia allí. Vio a un niño corriendo y se detuvo.
—¡Papá! —gritó de nuevo el chaval al llegar junto al banco en el que estaba Herráez—. ¡Mira lo que he encontrado!
Herráez fue a cogerle la mano para mirar lo que tenía.
—¿A ver? ¿Qué has encontrado?
—Estaba allí —El niño levantó un brazo señalando tras él.
—Ah, sí. No lo pierdas, hijo.
Sin soltar la mano del pequeño, Herráez se puso en pie. Giró un poco la cabeza a su izquierda dirigiendo una corta mirada al hombre del abrigo negro y cara de asombro que los observaba desde allí.
—Ala, vámonos —dijo Herráez y, ambos, padre e hijo se dieron la vuelta para alejarse de allí.
El hombre del abrigo negro, que de inmóvil parecía más un árbol del parque que el director de la unidad de oncología, los vio partir.
18
Herráez venía sintiendo curiosidad acerca de la familia de Iván, por lo que, un día, se llegó hasta su casa. Estaba ubicada en un barrio de la periferia, en un bloque de edificios bastante viejo. Pensó que esto era cuanto quería saber y se marchó.
Al día siguiente, tras buscar los datos que necesitaba, fue hasta una oficina de Correos. Desde allí, y sabiendo que nada podía reemplazar a un hijo muerto, envió un giro anónimo, con una generosa suma, a la familia de Iván.
19
Al irse oscureciendo el cielo, dos sombras, una más alta que la otra, avanzaban por un carril rodeado de cipreses. Giraron hacia un lado y se detuvieron junto a una tumba cuya lápida, iluminada por un rayo de luz que parecía reacio a desaparecer, destacaba sobre el entorno. Permanecieron en silencio, con la cabeza inclinada hacia adelante, durante un minuto y, luego, Diego Herráez posó una mano sobre el hombro del niño.
—Hijo —comenzó a decir—. Esta es la tumba en la que yace el hombre que te salvó la vida, y quizá también la mía.
El niño dio un paso hacia adelante, se inclinó y puso sobre la lápida, con mucho cuidado, un manojo de claveles. Luego, se irguió de nuevo.
—Gracias, Iván —dijo—. Descansa en paz.
El niño giró, un poco, la cabeza hacia su padre y éste hizo un pequeño gesto de aprobación.
—Querido Iván —comenzó Herráez con voz grave—. Te pido perdón por no haber sabido acompañarte por donde deseabas. Mi hijo y yo viviremos dando pasos por ese sendero de libertad y de verdad que tuviste la sabiduría y el coraje de mostrarnos. En nombre de mi esposa, y en el mío propio, gracias.
Herráez tomó al niño de la mano.
—Descansa en paz —concluyó y, ambos, se dieron la vuelta alejándose de allí.
Bajo la luz cálida de alguna que otra farola, padre e hijo se dirigieron, en silencio, hacia la puerta de salida.
FIN
Una pregunta: me gustaría saber si un comentario mío que ampliaba mi comentario anterior sobre el dióxido de cloro ha sido eliminado.
No, no elimino nunca comentarios, ni censuro, sólo doy de paso manualmente todos para filtrar spam, así que en función del tiempo que tenga pueden tardar en aparecer más o menos…
Muy interesante. Describes muy buen el panorama que hay sobre el tema del COVID y del sistema sanitario en general, del que esto es sólo una muestra
Pero es muy difícil sustraerse a la dinámica del poder que ejerce la industria farmacéutica que está en la base de todo el sistema de intereses, corrupción y mentiras. Manejan más dinero que
muchos Estados europeos y están infiltrados y han corrompido todos los estamentos relacionados con el tema sanitario: Facultades de Medicina y Farmacia y los correspondientes Colegios profesionales, Sistema hospitalario (público y privado) y todas las muchas instituciones y organismos públicos y privados que tienen algo que ver con cualquier aspecto de la sanidad, desde la investigación a las farmacias y, por supuesto, el Ministerio y las Consejerías del ramo.
Sin olvidar, claro, la compra y sobornos de numerosos medios de comunicación y redes sociales que introducen sus mentiras y lavado de cerebro en todas las casas.
Ante tamaño bombardeo de mentiras a todas horas y en todas partes es difícil mantener la claridad mental para no sucumbir a sús inteteses.
Y aún con claridad mental es difícil sustraerse a la tormenta de presiones a que nos someten para conducirnos a donde quieren como ganado al matadero.
Yo he tenido siempre claro que las vacunas responden única y exclusivamente al beneficio económico de la industria farmacéutica a costa de vendernos un producto innecesario para la mayoría de la población, de dudosa efectividad, y sin ninguna garantía sobre los posibles efectos adversos y su potencial gravedad.
A pesar de ser ‘población de riesgo’ por mis 71 años y por hipertenso decidí no vacunarme.
Hasta 3 veces me citaron (¡qué pesados!) y las 3 veces me negué.
Sin embargo posteriormente yo mismo solicité la vacuna y me puse las 2 dosis.
¿Porqué está incoherencia? Porque no me compensa someterme a tantas pegas y que me hagan la vida imposible. He tenido que hacer algunos viajes fuera de España y gracias al certificado de vacunación me he librado del gasto e incomodidades de tener que hacerme varias PCRs. Y estoy convencido de que van a extender esos ontroles a otras actividades. Ya estamos viendo ejemplos en algunos paises de exigir la vacunación para entrar a un concierto o matricularse en la universidad.
Como este timo de la vacunación les ha salido bien lo van a repetir cada año al menos durante varios decenios. Según estén los controles ya veré lo que hago en el futuro.
Gracias, José María,
Lo que me molesta es que digan que la vacunación es libre, cuando han montado todo un sistema de presiones y regalos para sobornar a la población y convecnerla de que se vacune. espero que no nos salga muy caro en el futuro.
Un saludo
Contemplando un rato el dedo en vez de la Luna…
¿Aún se le quedan pegados metales al brazo? Si sí:
— Poniendo film transparente por en medio, ¿aún se le pega?
— ¿Afecta a una brújula pasándola cerca?
Al ex de mi mujer su hija le hizo la prueba con una moneda de 2€ y también se le pegaba (en el brazo contrario no)… aún no hice la prueba con esa, pero una de 1€, que supongo de mismo material, sólo es ligeramente ferromagnética en comparación con las de 1 o 5 céntimos (prueba con imán de altavoz)… soy muy escéptico de que el fenómeno sea por magnetismo (muy fuerte ha de ser el campo) y no por alguna característica por reacción de la piel a la vacuna.
Bienvenidos sean todos los que abran los ojos… aunque al principio duelan.
Gracias, Andrés. Ya sabes que tus comentarios «tocacojones» son siempre bienvenidos XD
Gracias Alfonso,me gusta lo que escribes,un abrazo fuerte!
Gracias, Laura
Excelente «novela». «Todo parecido con la realidad es pura coincidencia». En fin, gracias por esta manera elegante, al tiempo que reflexiva, de decir lo que un 20% de la población sabemos y un 80% prefiere no saber. El consuelo es que nosotros «vocacionamos con pasión y luz» y, al final, la luz siempre prevalece, ya que la oscuridad solo es ausencia de luz. Seguiremos fomentando la flexibilidad metabólica y la homeostasis de la biogénesis mitocondrial. En realidad, toda esta locura aumentará nuestra hormesis. Gracias por tu excelente trabajo de divulgación.
Un abrazo
Muchas gracias, Felipe
Primero de todo decirle que lamento su perdida.Como ginecologa integrativa, me alegro mucho de ver que cada vez hay más gente despierta, que piensa, que cuestiona, que es capaz de ver el bosque y no solo el árbol.
Adelante con su trabajo.
Muchas gracias, Isabel
Excelente tu exposicion.
Gracias, Gerardo
Excelente artículo, tanto mi marido como yo hemos estado contra la vacuna, pero no vimos otra opción que dárnosla. Mi marido tiene las dos pautas de Pfizer y yo una de Astrazeneca, ¿es mejor no darme la segunda? Claro que estoy de acuerdo en que la vacuna es una muy mala opción, pero no vimos cómo no dárnosla.
Tengo curiosidad, Silvina ¿Por qué no pudiesteis negaros? Legalmente no pueden obligaros…Esto es de locos
No me quito el sombrero ¡Me quito hasta el cráneo!
Grandioso, don Alfonso.
Gracias, Manuel!
Hola! Quería darte la enhorabuena por todo el trabajo qué haces.
Yo estoy como muchos otros dudando cona vacuna. Mi marido,mi bebé y yo pasamos el covid en enero,así q de momento tenemos que esperar 6 meses. Preferiría no vacunarlos (ya hay artículos q hablan de inmunidad de por vida) pero a la avez meten miedo con nuevas variantes, o simplemente con las limitaciones q puede suponer no estar vacunados (q no te dejen llevar al niño al cole por ejemplo). Es difícil sobre todo decidir que puede ser más perjudicial en conjunto para el niño. Salirse de lo políticamente correcto?o tragar con la vacuna? En fin,creo q un dilema que tenemos muchos.quizas sea falta de valentía.
Saludos
Helena, es una locura vacunar a niños de Covid. El daño es muchísimo mayor que las supuestas «variantes», que son un camelo para seguir vendiendo.La presión indirecta se ejerce para poder decir que tienes libertad y te vacunas porque quieres, cuando no es cierto.
Como siempre, brillante y acertado.
Gracias, Regina
Pues si,tienes toda la razón. Una cosa que me perturba mucho es q no puedes decir en público,ni siquiera ante gente con «cultura» y formación, que en principio tienes por personas razonables y sensatas en otras áreas de su vida, q las vacunas te plantean dudas. Sólo eso,decir que no lo ves claro ,y ya te miran como si fueras un loco…q mundo este.
Por cierto,lo de que se pega el metal en el brazo de la vacuna es cierto o no? No he podido hacer la prueba en la vida real pero me parecía muy increíble para ser cierto…
Hola, Helena,
Yo tampoco lo creía, pero los testimonios son ya demasiados, y hay hasta un estudio que lo confirma.
Respecto a la incredulidad: esperate que igual les estalla la cabeza de disonancia cognitiva como se confirme lo que se está confirmando: que son basura dañina, lo cual algunos advertimos que era muy probable que sucediera.
Un saludo
Me ha encantado, Alfonso, gracias. También me gustaría felicitar a Felipe, la persona que ha escrito el relato de más arriba. Felipe, escribes muy bien y tu relato me ha emocionado mucho, estoy que no paro de llorar. Gracias.
No puedo contestarle, así que lo pongo por aquí.
Gracias, gracias mil por todos los artículos,tan bien documentados.
Los que no nos atrevemos a vacunarnos, sin ser antivacunas, recibimos el «varapalo» de los que sí se vacunan con presteza.
Lo que he observado, es que muchos de mis conocidos,su médico no les proporciona la mágica cita por vacunarse,sino que ellos la solicitan por su cuenta ;
o como me ocurre a mí son asaltados telefónicamente con el tema de la vacuna.
Mi última información,es de un amigo cuya nieta de 25 años,la semana pasada,
se vacunó y a los dos días «contrajo» la enfermedad del coronavirus y está confinada en su casa.
Por cierto,lo está pasando fatal, ya no por los efectos de la enfermedad, sino porque en su casa,su habitación es minúscula y carece de luz natural.
Bueno, sigo en el grupo de los descriminados socialmente por no vacunarse,porque no lo tengo claro.
Un enorme abrazo y que seas feliz.
Es todo horrible, Javier
gracias por todos sus artículos con tantas referencias y documentación.
Yo sólo sé,que gente vacunada , vuelven a tener el coronavirus(según los médicoas) y se mueren.
Hablo de dos personas que conozco: el esposo de una amiga de 66 años vacunado y ya está muerto y el esposo de mi hermana (éste sí es mayor 75 años) vacunado y también está muerto.Mi hermana no quiso avisarnos hasta todo pasado para no contagiar del coronavirus a nadie.
Es muy duro; ¡Qué te voy a decir a tí!-
Y por la radio, no hacen más que informar de personas de las residencias de ancianos que también, vacunadas, están muriendo.
¡Qué sin sentido!
No somos antivacunas pero ¡Dá miedo!
un abrazo de verdad
Muchas gracias, Javier. Es terrible lo que vivimos,sí.
Un abrazo
Hola Alfonso:
Estoy viendo ahora mismo este vídeo del que te adjunto página,de la doctora Neuroscientist Sandrine Thuret :
https://www.youtube.com/watch?v=B_tjKYvEziI
Puede que ya tengas conocimiento de él.
Para mí,es muy interesante en el progreso de la medicina, pues ésta debe uno estar reciclándose continuamente,para no estar obsoleto,ni poner en peligro la vida de nuestros pacientes.
Los médicos de las viejas escuelas. estamos aprendiendo muchas cosas nuevas y algunas,que ya dábamos por lógicas,a pesar de nuestros bienintencionados colegas.
Un saludo de lógica y ciencia
Javier
Muchas gracias, Javier.
No recordaba que fueras médico, pero te honra la autocrítica de tu profesión y el deseo y determinación de estar siempre al día.
Un abrazo.