La fauna médica se compone de variopintos seres que comparten características comunes, de las cuales sólo se libran –a veces- los médicos de familia.
Todos –seamos justos: casi todos- imponen en el enfermo y en sus familiares la sensación de estar en posesión de cierta verdad casi absoluta. De creerse poseedores del anillo único de poder, que detestan compartir con quien se sienta al otro lado de la mesa.
Casi todos acaban por removerse incómodos cuando quien no es sino su cliente se pone a hacer preguntas demasiado concretas y precisas. Cuanto mejor sea el médico, cuanto mayor sea su prestigio, menos problemas tendrá en contestar e incluso en asumir su ignorancia ante ciertas cuestiones. Los mediocres son otro cantar: verán amenazas donde sólo hay intentos por comprender esa verdad médica que nadie posee, ni siquiera ellos, y de la que puede depender la vida de una persona.
También depende de su especialidad. Los neurocirujanos, los príncipes de la profesión médica, suelen ser serios, secos, concentrados, precisos y cerebrales. Deben serlo. No se dejan llevar excesivamente por aspectos emocionales que podrían distraerlos, ni necesitan tener un trato amistoso con los enfermos. Precisamente por ello sus infrecuentes manifestaciones de amabilidad y calor humano son mucho más auténticas y valiosas. Son ellos, de lejos, quienes me merecen mayor respeto: efectúan la única labor que, a día de hoy, puede resultar curativa en el tema de los tumores cerebrales: hurgan con precisión en el órgano que define quiénes somos, lo que recordamos, sentimos y planeamos, y deben tomar decisiones vitales en momentos de máxima presión: si esa masa que el microscopio delata es un tumor o el lugar donde radica la personalidad del enfermo, y cuya ablación puede suponer la vida o la muerte, pero también el terminar con lo que esa persona es, con aquello que la define como ser humano.
En contra de lo que podría pensarse, se necesita una dosis alta de empatía y calor humano, mezcladas con seguridad en uno mismo y capacidad para decidir bajo presión, para ejercer esa profesión. Un psicópata no podrían ejercerla con efectividad, porque su toma de decisiones, que siempre es nefasta, le llevaría a despreocuparse de sus responsabilidades, tomando siempre el camino que podría reportarles mayores beneficios personales, sin importar las consecuencias sobre esa persona que, postrada con todo su ser abierto, les entrega su vida y también lo que la define.
Los oncólogos
Los oncólogos son otro cantar. Se trata de profesionales que aplican protocolos ya establecidos de actuación farmacológica, donde la creatividad y las decisiones arriesgadas son tenidas como temerarias y donde casi toda su labor de avance se centra en probar nuevos tratamientos en Fases iniciales: I, II y III. En el trato con el paciente deben ser, sobre todo, psicólogos: deben decir la verdad, pero deben saber decirla y deben saber a quién y cuándo se la dicen, si el enfermo está preparado para afrontar dicha verdad y cómo dosificar la información para que el impacto psicológico sea menor.
Sean como sean, deben ser honestos y naturales. Como en cualquier relación humana, todo lo que huela a impostado acaba por dejar un poso de decepción, de manipulación, de asistir a una sustitución de la verdad y del calor humano por un manual de buenas maneras con piernas, que confunde la gracia con el humor y el buenrrollismo con la empatía. Si hicieramos una encuesta, creo que la inmensa mayoría de los enfermos preferirían a un tipo seco pero que exhibiera una compasión genuina, cuyos gestos de empatía fueran pocos pero auténticos, antes que a un sonriente comercial acostumbrado a palmear espaldas con la misma convicción con la que se alisa un traje. De esos psicópatas tuve relación en su día con un par cuyo recuerdo sigue produciéndome ganas de vomitar.
El primer oncólogo era un tipo concentrado. Había en él algo recóndito. Al final llegué a la conclusión de que toda persona con un mínimo de sensibilidad que se dedique a tratar enfermedades que son, aún hoy, por mucho que las noticias intenten decir lo contrario, mortales, debe desarrollar una concha de considerable dureza que lo proteja de las emociones que, inevitablemente, asaltan a toda persona psicológicamente normal al lidiar, diariamente, con el dolor humano y con la muerte. Siempre comprendí que había en él algo oculto, tenso y escondido, pero siempre intuí que se trataba de un buen hombre que debía cumplir un papel ante personas con las que debía establecer un difícil vínculo: personal pero, a la vez, no excesivamente emocional.
Hizo una apuesta arriesgada con el tratamiento, que resultó ser el mejor pese a sus nefastas consecuencias, apuesta que asumimos conscientes de los riesgos, y demostró tener vergüenza al avergonzarse de los resultados. Nunca se dejó ver a través de su bata blanca y de sus sonrisas pero, aun a riesgo de equivocarme, le tengo respeto, y me cae bien.
El oncólogo guay
Hace unos meses fue sustituido en su puesto por otro oncólogo. Antes de verlo hice lo que hago siempre: buscar referencias suyas por internet y enterarme de su curriculum, de sus logros y, más importante aún, de quiénes eran sus señores.
Todos los oncólogos –todos los médicos, en general- tienen señores, y estos siempre son los mismos: la industria farmacéutica. La profesión médica está montada sobre esos cimientos y ninguno de ellos puede escapar del todo a ese destino, pero hay diferentes grados de inmersión en semejante perversión. Desde quien reniega de la profesión médica y es excomulgado de ella por sus prebostes, hasta quienes recetan a sus paciente, constantemente y sin problemas de conciencia, agua tóxica a precio de oro, sabiendo que la empresa farmacéutica de turno lo recompensará con viajes o regalos en especie.
El perfil de éste parecía un híbrido entre el entregado altruista y el subvencionado hasta el tuétano por la industria, pero eso era sólo una percepción mía, y no estoy tan chiflado como para no comprender que los prejuicios son un lastre poderoso que puede hacernos perder la perspectiva.
Me acerqué a la consulta con la misma estrategia de siempre: llevo muchas preguntas, y de casi todas conozco la respuesta. Mezcladas con ellas, hay dudas reales, que no logro responder. También llevo puesta mi mejor cara de tonto, para hacer creer que todas las preguntas son dudas auténticas y que no he indagado demasiado en su respuesta. No hay mejor estrategia en la vida que hacer creer a los demás que uno es menos inteligente y menos fuerte de lo que realmente es: las buenas personas no tratarán de aprovecharse. Los mamarrachos, por el contrario, interpretarán esa oportunidad como una ocasión para prevalecer y mostrarán sus cartas. En ese caso, pronto les haré conscientes de su error, sin problemas de conciencia, porque es algo parecido al timo de la estampita, en el que sólo caen los cabrones. Es un atajo excelente para hacer que las personas se definan con cierta rapidez y evitar engorrosos meses de conocimiento. La vida es demasiado corta para perderla con patanes e hijos de la gran puta.
Entro en la consulta. Es un tipo bajo que exhibe una encantadora sonrisa. Da la mano con firmeza y mira a los ojos. Eso me gusta. Le planteo el motivo de la consulta y se ríe tranquilizadoramente. Es un encanto de chaval.
Es también el médico que trató a una famosa personalidad que, desafortunadamente, terminó por fallecer.
Le pregunto que si puedo plantearle algunas cuestiones que me tienen desconcertado, porque he estado leyendo cosas que no acabo de entender. Me dice que por supuesto. Lo primero que hago antes de comenzar es pedirle disculpas por las muchas tonterías que puedo llegar a preguntar, y esa disculpa va en serio: a pesar de todo lo que pueda decir, no soy médico, ni bioquímico, y no puedo tener pretensiones de saber ni la milésima parte que ese tío, quien ha estudiado en prestigiosas universidades de España y EEUU. Sólo soy alguien que sí ha mirado cosas que se escapan al ámbito de actuación de la medicina clínica, aun siendo científicas y que ha evitado la burocracia mental que se define con el eufemismo de ‘ método científico ‘.
Llevé a cabo la misma estrategia con el anterior oncólogo y éste pasó la prueba: se mostró humilde, utilizó un lenguaje asequible para los oídos de un profano, explicando conceptos complejos con sencillez y reconoció de vez en cuando que no podía responder a mis preguntas porque desconocía la respuesta –y ésa era, desde luego, la respuesta correcta.
Pero con éste descubro desde el principio que trata de ver quién de los dos la tiene más grande, algo completamente ridículo, puesto que yo no puedo ser de ninguna manera una amenaza para él. Mis preguntas no son sencillas ni usuales en un profano, van a la raíz bioquímica del problema del cáncer, pero siguen siendo básicas para un profesional de la oncología como él. Pero en vez de usar un lenguaje asequible, tanto como lo ha sido mi pregunta, me bombardea con términos bioquímicos. De algunos de ellos he oído hablar. De otros no tengo ni idea. Me inunda de información y a duras penas consigo entenderle. No hace falta que finja cara de tonto, porque en ese momento seguramente debo de tenerla, y eso es lo que él, desde luego, perseguía.
Las preguntas sin respuesta
Pero de todo ese entramado sí distingo con claridad la base de lo que explica, y es diametralmente opuesta a lo que yo he leído. Por descontado, me callo y dejo caer algo así como que “ entonces, qué equivocado estaba ”. Él no deja de sonreír cálida, amable, estúpidamente. En ese momento comprendo que hay tres alternativas:
- Que los trescientos estudios de ciencia básica, publicados por centros de todo el mundo, a los que he accedido y que decían exactamente lo contrario, estén equivocados.
- Que no sepa lo que dice y diga lo que más le conviene para desviar la atención, creyendo que me la da con queso.
- Que mienta, creyendo que me la da con queso.
Continúo con el interrogatorio y cuando llego a las preguntas de las cuales no conozco la respuesta él decide escaquearse del todo:
– A ver ¿Puedo ver ese papel?- me pregunta.
– Claro –contesto. Y se lo acerco. En él aparecen apuntados los titulos de una docena de estudios (ni la centésima parte de los que leí), los más representativos. De pronto él se centra en uno en concreto, y se le ilumina aún más el rostro.
– ¡Hombre, mi amiguete! -dice, con ademán de un Santiago Segura de la oncología médica.- Éste es un gran amiguete mío. – Y me señala el nombre de un investigador estadounidense.
– Ah ¿si?
– Si –entonces mira al infinito y se pone cariñosamente ensoñador- ¿Has estado en Nueva York?
– Sí.
– ¿Y en Vermont?
– No.
– ¡Oh!, Vermont es un precioso estado que está al lado de Nueva York y que, en otoño, tiene uno de los paisajes más espectaculares a los que uno puede asistir. Precioso, de verdad. Allí vive este amiguete mío, con el que publiqué abundantes estudios durante mi estancia en Estados Unidos.
– Ah. Qué bien.
– Este hombre está jubilado y se dedica a hacer pruebas con todo lo que cae en sus manos. No hagas demasiado caso de lo que publica.
– Anda… Y, entonces, ¿por qué se lo publican?
– Por el prestigio.
– ¿Entonces, tampoco debo hacer caso de lo que publicasteis juntos?
Se queda pensativo. Supongo que está ponderando si es una pregunta inocente o si estoy siendo sarcástico. Y acaba por saber la respuesta.
– Bueno, por entonces era diferente, ahora está jubilado.
– Claro.
No le digo nada del resto de estudios, realizados por otros investigadores, que dicen básicamente lo mismo que su amiguete; y supongo que no todos estarán jubilados.
Intento continuar con el interrogatorio, pero se pone a mirar el reloj.
– ¡Uf! -suspira- debemos ir terminando, es que tengo que coger un avión para Estocolmo.
A punto estoy de preguntarle que porqué me dice la ciudad a la que viaja. Que me importa un bledo si va a Estocolmo o a Ulan Bator, y que si es que va a recoger el premio Nobel, pero sólo me disculpo y me despido. Durante toda la entrevista no ha dejado, ni un solo instante, de sonreír.
Cuando llego a casa me aseguro de revisar los estudios que tengo guardados en favoritos y unos cuantos más de regalo, y mi memoria no me engaña: dicen lo opuesto a lo que él asegura. Todos y cada uno de ellos. La opción uno queda, por tanto, descartada. Eso quiere decir que o es un patán o me ha mentido. Intento decidir qué opción es más desalentadora, pero no lo consigo.
Con suerte no tendré que volver a verlo. Pero si eso sucede intentaré resistir la tentación de decirle por dónde puede meterse, enterito, el estado de Vermont y sus espectaculares otoños.
Investigar, escribir y mantener este blog lleva mucho tiempo y algo de dinero. Si crees que te he ayudado con este artículo, puedes donar la cantidad que quieras (el Karma te lo agradecerá ;))
Chapeau! He descubierto esta página por pura casualidad. Y voy a marcármela en Favoritos, quiero saber qué cuentas, me parece realmente interesante. Gracias y saludos. Magda
Hola, Magda
Muchas gracias por tus palabras y bienvenida
Alfonso
Hola,
encuentro estupendo este blog, mi padre fue desahuciado de cancer renal, visitamos 2 urologos y un oncologo, todos los desahuciaron, no tenía posibilidades.
Sin Embargo mi padre está siguiente una dieta basada en algunas partes por la terapia de Gerson y la otra parte de la dra jonaha budwig y comienza a sentirse mucho mejor.
Seguiré leyendo tu blog.
Gracias por esta información tan valiosa.
Saludos.-
Hola, Aaron,
Me alegro de que tu padre se encuentre bien y de que encuentres útil este blog.
Espero que todo os vaya mejor aún y gracias por el comentario
Un saludo
Alfonso
Hola, quisiera hacer una consulta.En el año 2014 fui operada de cancer de seno, según me informaron no tenia los ganglios infectados, me dieron igual un tratamiento en seis secciones de quimioterapia con ondansetron, metotrexato y ciclofosfamida. luego 25 secciones de radioterapia y ahora a partir del 2 de junio del 2015 empecé con tamoxifeno. Cuando atravesaba la 1 sección de quimioterapia tuve la menstruación y luego se me retiró hasta hace una semana que me bajó unas manchas se sangre. Es normal esto o responde a que tengo un endometrio con un grosor de 9,7mm? Mi doctora me quiere realizar una legrado para analizar una muestra que me extraerá. Por favor si fuera tan amable darme su opinión. Tengo 48 años-
Hola,
Sólo podemos compartir nuestras historias y tratar de ayudarnos con recomendaciones, pero el lugar para hacerlo es el foro: http://foro.cancerintegral.com/
Si entras y cuestas tu historia podremos intentar ayudar
Gracias
Hola Alfonso. Encuentro tu block muy interesante y tienes mi más enhorabuena. Gracias porque muchos estamos completamente
perdidos. Quisiera preguntarte si te has leído el libro del doctor IROMI SHIYA, se llama LA ENZIMA PRODINIOSA, y que opinión te merece.
Hola, Miguel,
Gracias, pero no he leído aún ese libro
Un saludo
Deseo decirte algunas cosas,primero que debes querer mucho a tu esposa,que eres alguien muy especial porque de esta manera ayudas a muchas personas que a veces se sienten tan perdidas ante una situacion tan dificil como es esta enfermedad,estoy de acuerdo contigo en todo lo que comentas,seguire leyendo porque quiero conocer,hace unos dias diagnosticaron de cancer terminal con muy pocos dias de vida a una persona muy querida por mi y eso me motivo a buscar informacion,quisiera saber,? Como sigue tu esposa.?gracias
Gracias, Laritza, mi mujer está muy bien
Un saludo
Hola Alfonso conoci tu historia por casualidad buscando informacion acerca de esta desestabilizacion de la vida que produce esta enfermedad y la respuesta comercial que encontraron las empresas para destruir sicologicamente a los pacientes y sus soportes . Solo sabia del cancer tenerle miedo hoy despues de leer mucho me converti en un difusor de conocimientos para no sentarnos ante estos sujetos que tratan a sus pacientes como objetos. Voy a seguir leyendo y difundiendo .saludos
Muchas gracias, Julian